Europa solía contarles a sus ciudadanos una historia inspiradora: la de un futuro impulsado por el viento y el sol, y de un continente listo para liderar la lucEuropa solía contarles a sus ciudadanos una historia inspiradora: la de un futuro impulsado por el viento y el sol, y de un continente listo para liderar la luc

La apuesta verde de Europa: cómo la carrera por la energía limpia redujo las emisiones pero asfixió la economía

2025/12/17 12:53

Europa solía contarles a sus ciudadanos una historia inspiradora: la de un futuro impulsado por el viento y el sol, y de un continente listo para liderar la lucha mundial contra el cambio climático, mientras creaba empleos verdes y generaba electricidad barata. Las promesas evocaban paneles solares brillando en los tejados, fábricas movidas por ráfagas de viento constantes, y hogares a resguardo de los sobresaltos de los volátiles mercados de combustibles fósiles.

Sin embargo, casi dos décadas después del inicio de este ambicioso experimento, aquella visión utópica ha empezado a chocar con la realidad económica de una forma cada vez más dramática y, en muchos casos, dolorosa.

El resultado es un continente que ha logrado reducir las emisiones de carbono más que cualquier otra región del mundo —las emisiones europeas cayeron aproximadamente un 30 % desde 2005, frente a cerca del 17 % en Estados Unidos—, pero que hoy debe enfrentarse a algunos de los precios de la electricidad más altos del mundo desarrollado, y a una economía crecientemente tensionada por los costos de la transición.

El precio del verde

Basta recorrer hoy cualquier ciudad europea para percibir lo oneroso que se ha vuelto alimentar de energía un hogar o mantener una fábrica en funcionamiento. Alemania, Bélgica y Dinamarca encabezan las estadísticas continentales de precios de la energía eléctrica, con tarifas domésticas en Alemania cercanas a los 0,38 euros por kilovatio-hora, más del doble del promedio estadounidense. En Irlanda, el regulador energético advierte que muchas familias enfrentan facturas que se han más que duplicado en la última década y que podrían seguir aumentando en los próximos años, empujando a numerosos hogares a restricciones presupuestarias simplemente para poder mantener las luces encendidas.

Para los grandes consumidores industriales —los verdaderos motores del crecimiento económico— la situación resulta todavía más delicada. En gran parte de la Unión Europea, la electricidad comercial sigue siendo significativamente más cara que en China o en Estados Unidos, un diferencial que erosiona la competitividad del continente y desalienta inversiones en sectores clave como la manufactura avanzada o la infraestructura digital.

De este modo emerge una paradoja inquietante: una transición concebida para liberar energía renovable abundante y barata, pero que ha terminado cargando a consumidores y empresas con algunos de los costos eléctricos más elevados del planeta.

La promesa y los traspiés

Parte de esta historia comienza con la propia arquitectura de la transición energética europea.

A diferencia de Estados Unidos, China o India —que siguieron una estrategia del tipo “y”, sumando recursos renovables a los combustibles fósiles— Europa optó por una estrategia del tipo “o”, apresurándose a sustituir carbón, petróleo y gas casi por completo por energía eólica, solar, biomasa y otras fuentes de bajas emisiones. El Reino Unido, por ejemplo, cerró todas sus centrales de carbón y prohibió nuevas explotaciones de petróleo y gas mar adentro, apostando de manera decidida por la energía eólica marina y la solar.

En muchos sentidos, esa apuesta rindió frutos. En 2024, la energía solar en la Unión Europea generó por primera vez más electricidad que el carbón, un hito simbólico que ilustra cuán profundamente ha cambiado la matriz energética. A escala global, las fuentes renovables también avanzan con fuerza, y las previsiones apuntan a que superarán el 40 % de la generación eléctrica mundial para 2030, impulsadas por la expansión de las energías eólica, solar, e hidráulica.

Pero la transición también dejó al descubierto debilidades estructurales. El sol y el viento son gratuitos, pero convertirlos en energía fiable exige inversiones colosales en redes eléctricas, almacenamiento, capacidad de respaldo e interconexiones transfronterizas, sistemas que siguen estando seriamente subdesarrollados. La Comisión Europea intenta ahora acelerar proyectos de red y eliminar procesos regulatorios que han frenado las iniciativas durante años, reconociendo que la infraestructura obsoleta es uno de los costos ocultos que mantienen los precios persistentemente elevados.

Un dilema continental

En países como España o en algunas regiones de Escandinavia, los beneficios locales de las fuentes renovables son palpables. El abundante sol, los vientos fuertes y constantes, junto con una sólida capacidad hidroeléctrica, ayudan a contener los precios. Francia, apoyada en su robusto parque nuclear, dispone de energía abundante que, incluso, supera en ocasiones a la demanda, permitiendo exportaciones y descensos puntuales de precios—aunque las limitaciones de la red impiden que esa electricidad se distribuya de manera uniforme.

El panorama es muy distinto en los grandes núcleos industriales de Alemania y el Reino Unido. El prolongado abandono alemán de la energía nuclear y del carbón elevó la participación de las renovables, pero dejó brechas en fiabilidad y competitividad, con cargos de red y peajes que representan alrededor del 20 % de la factura eléctrica. En el Reino Unido, los consumidores, enfrentados a costos mayoristas muy superiores a los estadounidenses, ya racionan la energía y recurren a los llamados warm banks, espacios comunitarios donde refugiarse del frío.

Las consecuencias trascienden el plano hogareño. Hay plantas químicas que cierran, las expansiones de centros de datos se posponen durante años, y las multinacionales comienzan a cuestionar a Europa como destino para industrias intensivas en consumo de energía. El continente que alguna vez brilló como el ejemplo mundial del crecimiento verde, ahora teme que los altos costos energéticos estén erosionando su competitividad industrial.

Reacción política y tensiones crecientes

No sorprende, entonces, que donde antes reinaba el consenso hoy aparezca un terreno político resquebrajado. Los partidos populistas y de derecha en Francia, Alemania y el Reino Unido han aprovechado los altos precios de la energía para acusar a la transición verde de haberse convertido en un proyecto elitista, desconectado de la vida cotidiana. La reciente decisión alemana de construir nuevas centrales de gas sorprendió a sus aliados, y pone de manifiesto hasta qué punto incluso los defensores más firmes de las energías renovables priorizan ahora la estabilidad del sistema.

Han estallado disputas diplomáticas entre países europeos, y en Noruega una coalición gubernamental colapsó tras una revuelta contra las normas de energías renovables impulsadas por la Unión Europea. Proyectos emblemáticos de hidrógeno verde, que Bruselas había colocado en el centro de su estrategia para la industria pesada y el almacenamiento energético, están siendo pospuestos, o directamente cancelados.

Los economistas sostienen que el enfoque europeo —abandonar las fuentes tradicionales más rápido de lo que las alternativas pueden reemplazarlas— ha amplificado precisamente los costos que se pretendían reducir. En lugar de una transición gradual, el continente parece haber llegado al punto en que la teoría colisiona de frente con la realidad.

Una complicación adicional: el hambre de energía en un futuro electrificado

Justo cuando Europa intenta gestionar sus costos eléctricos actuales, un nuevo escenario irrumpe: un aumento futuro de la demanda que amenaza con desbordar un sistema ya tensionado. Hasta ahora, el debate se había centrado en precios y oferta; el próximo capítulo girará en torno a la escala —cuánta electricidad necesitará Europa en un mundo cada vez más electrificado, digital y hambriento de datos.

Los expertos en energía de Estados Unidos ya advierten que el shock de demanda que se avecina eclipsará cualquier incremento observado en décadas recientes. NextEra Energy, uno de los mayores productores de energía renovable del mundo, estima que la demanda eléctrica crecerá seis veces más rápido en los próximos veinte años que en los veinte anteriores. Para 2045, solo Estados Unidos consumirá cerca de un 60 % más de electricidad que hoy, impulsado por la electrificación, los vehículos eléctricos y, sobre todo, la inteligencia artificial.

Más del 40 % de ese crecimiento, según NextEra, provendrá de los centros de datos de IA: enormes complejos de servidores que consumen tanta electricidad como pequeñas ciudades. Son tan intensivos en energía que la empresa ha acuñado un nuevo término para describirlos: BYOG (Bring Your Own Generation, “trae tu propia generación”). En la práctica, esto implica que los gigantes tecnológicos exigen centrales eléctricas propias —con frecuencia alimentadas a gas natural— construidas junto a los centros de datos para garantizarse un suministro continuo, a precios bajo control, y autogestionado.

El estrechamiento del cerco energético europeo

Para Europa, esta tendencia resulta especialmente inquietante. El continente ya enfrenta dificultades para atraer inversiones en centros de datos debido a los altos precios eléctricos y a las limitaciones de la red. Irlanda ha impuesto moratorias de facto a la instalación de nuevos centros de datos. Alemania ha hecho saber a los operadores que deberán esperar una década para poder conectarse a la red. Ahora imaginemos superponer a esos cuellos de botella una ola de demanda impulsada por la IA.

A diferencia de Estados Unidos, Europa dispone de poca capacidad ociosa y de un margen político mucho más reducido para construir nuevas centrales de gas a gran escala. Sin embargo, incluso NextEra —un campeón de las renovables— prevé que gran parte de la carga futura de los centros de datos dependerá, al menos en parte, del gas natural, combinado con tecnologías de captura de carbono. En otras palabras, el futuro de la electrificación no será enteramente renovable, sino híbrido, intensivo en capital y ferozmente exigente en infraestructura.

La IA, el transporte electrificado, las bombas de calor y los servicios digitales empujan todos en la misma dirección: más electricidad, no menos, y mucho antes de lo que los cuadros políticos europeos habían previsto.

La colisión que se avecina

Este es el desafío que Europa enfrenta ahora: un sistema eléctrico ya presionado por altos costos y suministro intermitente, que debe prepararse para una ola de demanda que apenas está comenzando a formarse. La expansión de redes, el almacenamiento, la generación de respaldo y la nueva capacidad deben concretarse con mayor velocidad de la que los acuerdos políticos, los permisos gubernamentales y la opinión pública han permitido hasta ahora.

Si Europa no logra adaptarse, el riesgo de pagar la electricidad más cara será el menor de todos: la auténtica tragedia será deslizarse hacia la irrelevancia estratégica. La IA, la manufactura avanzada y la infraestructura digital seguirán el rastro de la energía barata y fiable hacia otros lugares, dejando a Europa quizá más limpia —pero también aún más atrasada tecnológicamente, más lenta, más pobre y más dividida.

Un futuro incierto

Los defensores de la transición insisten en que el sufrimiento será temporal. Una vez construida la vasta infraestructura necesaria —argumentan—, la energía renovable resultará mucho más barata que extraer combustibles fósiles del subsuelo. Con el tiempo, los costos eléctricos deberían descender, cuando las energías limpias dominen el sistema y dejen de depender de los precios de los combustibles tradicionales.

Sin embargo, el camino hasta ese punto está plagado de obstáculos. Analistas de Goldman Sachs estiman que Europa podría necesitar hasta 3 billones de euros en la próxima década solo para ampliar la generación y las redes eléctricas—casi el doble de lo invertido en los últimos diez años. Con poblaciones envejecidas, mayor gasto en defensa y crecientes costos de deuda, los gobiernos cuentan con un margen fiscal cada vez más estrecho.

Surgen además debates inesperados dentro del propio movimiento climático: ¿deberían los combustibles fósiles mantener su lugar, si bien acotado, para desempeñar un papel transitorio? Se trata de una idea que habría resultado impensable hace apenas una década. Incluso “empresarios verdes” reclaman ahora replantear mercados y esquemas de precios para que el petróleo y el gas ayuden, paradójicamente, a aliviar la carga de una economía cada vez más electrificada.

Conclusión

La transición verde europea ha sido, ante todo, una historia de ambición, idealismo a ultranza, y extraordinario progreso tecnológico. El uso del carbón se ha desplomado y las fuentes de energía limpias, encabezadas por la eólica y la solar, ocupan hoy un lugar central en el sistema energético.

Pero este esquema tiene facturas que se pagan en el presente, no en un futuro lejano. Los altos precios de la electricidad están remodelando industrias, ahogando presupuestos familiares y profundizando las fracturas políticas del continente.

El sueño de una energía renovable barata y abundante aún no se ha materializado para muchos al menos, no sin costos dolorosos que Europa sigue tratando de conciliar.

Al final, la carrera verde europea quizá sea recordada no solo por las emisiones que logró reducir, sino por el complejo equilibrio económico y político que puso al continente entre la espada y la pared. La pregunta es: ¿cómo lo resolverá?

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